No estoy de acuerdo con que un chiste repetido cien veces pierde la gracia. De hecho, a la única persona a la que le jode tener que repetirlo, más que nada por no perder la costumbre de ser un chistoso, eres tú mismo. Por eso, a la pregunta: “¿Eres de Galicia no?” creo firmemente que la respuesta óptima, con cara seria y mirando fijamente a los ojos, es: “No, soy de Cádiz”. Da igual las veces que lo repitas, tu cantarín acento sumado al supuesto exotismo que desprendemos los gallegos en la capital del país, siempre sacarán una risa al interlocutor.
¿Por qué empiezo con esta tontería? Pues básicamente porque resume bastante mis dos primeras semanas en Madrid. Si a eso le sumamos el conocer gente muy simpática y muy extraña, a partes iguales, completaría la experiencia social de mis primeros días aquí. Ah bueno, se me olvidaban las ofertas de sexo por parte de amables transexuales durante los sinuosos caminos de vuelta a casa los días de salir. Nunca me había sentido tan deseado.
Intentar explicar qué piensa un viveirense cuando ve dos filas de cola dando la vuelta a la manzana del nuevo Primark de 5 plantas en Gran Vía, solo con la finalidad de entrar en el local, es como intentar explicar lo que piensa un perro viendo a su dueño bailar desnudo frente al espejo. No sabes muy bien porqué se hace, pero joder, se lo tiene que pasar muy bien para que no le importe hacer tanto el ridículo.
Pero bueno, tampoco voy a ser hipócrita metiendo a toda la gente que vive en Madrid en el mismo saco, ya que hay personas que van a actos constructivos, dan las gracias y dejan su asiento en el metro a las personas mayores. Sin embargo, el ver a una señora de unos 60 años con apariencia de persona pudiente, agarrando su bolso y acelerando el paso, simplemente porque me acerqué a preguntarle una calle, me hizo mirarme en un escaparate y pensar: “Oye, pues tampoco parezco tan pordiosero”.
Quizás estamos en extinción a los que nos gusta hablar con extraños, reírnos de tonterías, abrazar porque sí y no buscar un nuevo whatsapp sin leer. Quizás lo que toca es mandarnos mensajes y mirar de reojo para que no piensen que miramos fijamente, rodearnos de 4 personas y olvidarnos del resto. Sinceramente me entristece saber que las tardes sentado en un banco comiendo pipas y hablando del vuelo errático de una mosca son cosa del pasado, pero como decía un amigo mío: “Si mides a las personas con las medidas de antes todos serán pequeños y malos”.
El que esté leyendo esto pensará: “ostias, este tío se raya a base de bien, que mal lo pasa en Madrid”. Pero lejos de la realidad, el primer día que fui al Retiro me cambió la concepción de muchas cosas. Ver unos 50 niños en círculo riéndose con un payaso que hacía trucos de magia, pegados a un par de novios sacando unas fotos para la boda, todo ello debajo de un árbol enorme con hojas de todos los colores posibles, me hizo ver esta urbe de cemento y vallas publicitarias de una manera distinta. Como si todas las personas lucharan por adaptarse al trepidante ritmo que se impone aquí, pero en el fondo deseasen una tranquilidad que no se pueden permitir.
Ese día volví a casa, pensando en el largo y duro lunes que me esperaba al día siguiente, pero con ese momento en la cabeza y recordando a mis nuevos colegas me respondí a mí mismo. Si realmente no creyera que fuese gracioso y quisiese que la otra persona se riera, ¿por qué coño iba a repetir un chiste cien veces?
Firmado: Arael Arias Chao, graduado en Publicidad y RR.PP.